Nota en el periódico El Tiempo dedicada a Carlos Flores Sierra, no solo socio fundador de nuestra querida Arts Collegium sino tallerista en temas de literatura y sociología del arte.
Foto: Archivo/ El Tiempo
Carlos Flores, con su amigo el artista plástico, barranquillero como él, Ángel Loochkhartt.
Carlos Flores Sierra cumplió noventa años y sigue con la vitalidad de un toro de casta.
Aunque físicamente el peso de los años es inevitable, su lucidez intelectual es un derroche de energía pura. Como los mejores vinos, su pensamiento se ha curtido en un sano escepticismo y en la ironía que siempre lo ha caracterizado.
Nunca tragó entero, de convicciones férreas, ahora observa el mundo desde un montículo más allá del bien y el mal. Una memoria fabulosa lo mantiene en pie, vigoroso, siempre dispuesto al diálogo, a la conversación amena e inteligente.
Nació en Barranquilla y realizó estudios de teoría musical en el Conservatorio del Atlántico. Desde la década de los 50 del siglo pasado, se entregó con cuerpo y alma al jazz.
Ese fue el eje que escogió para enrumbar su vida. Y se convirtió en uno de los más genuinos investigadores y divulgadores de América Latina de este electrizante género musical.
En radio y televisión, realizó programas inolvidables como ‘Jazz Studio’, ‘Jazz Week End’, ‘Las ciudades del jazz’ y ‘Jazzistas colombianos’. Temporadas en Nueva York, Ámsterdam, Memphis y Nueva Orleans le permitieron sumergirse en su pasión por esta música.
No solamente agudizaron su oído, sino que le abrieron caminos para entender el caos de la modernidad. Conversó informalmente con grandes compositores e intérpretes de esa música, entre ellos, Toshiko Akiyoshi, Charlie Haden, Ron Carter, Frank Wess, Lew Tabackin, Carla Bley, Nana Vasconcelos, Steve Swallow, Arturo Sandoval, y los profesores Lloyd Mc Nelly, de Rutgers University; Christopher Washburne, de Columbia, y David Evans, de Memphis University.
En bibliotecas, teatros, en auditorios, en bares, con su voz recia e inconfundible, Flores ha hablado con excelso garbo del vibrato del gran Armstrong, de la vida increíble y triste de Billie Holiday, del genial y alucinado saxofonista Charlie Parker. Flores, el patriarca, a sus noventa años transpira jazz.
![]() El gran bajista estadounidense Ron Carter, en compañía de Flores. Foto: Archivo particular |
¿Qué recuerdos tiene de su infancia en Barranquilla?
Recuerdo la casa en la que nací, con su techo de paja, sus ventanas abiertas de par en par, la retahíla de cuartos a lo largo de un zaguán medio laberíntico que terminaba en un patio lleno de arboles de uva de playa; pero también, como si las estuviera oyendo, la voz de mi abuela rezando el rosario, avemarías y padrenuestros y las notas asordinadas de la flauta de mi tío Manuel, que salían de su cuarto de aprendiz de ermitaño, y el claro el tañido de las campanas de la cercana iglesia San José llamando a misa, y las retretas de la Banda Municipal en el parque del Centenario, así como los pregones de los vendedores de coco de agua y alegrías de millo, voces y sonidos que aprendí a medio silbar y tararear en medio de los aplausos y risas de mis padres y de algunos de sus amigos en el vecindario.
Y, con mis primeros pantalones largos con correa y bragueta, fugarme una tarde hasta el parque del Centenario, donde un tal Blacaman dizque andaba por ahí tocando su dulzaina en medio del berroche de una partida de muertos de la risa, travesura por cuenta de la que me gané unos cuantos correazos, que bien valieron la pena.
¿Qué ritmos lo influyeron en su infancia?
Varios y muy diferentes, entre otros el de las campanas de San José, por su pulsación uniforme; el de los tambores, el bombo y los platillos de la banda de la Policía, por su inevitable marcialidad; el del canto de los pájaros, por la altura de sus sonidos y variabilidad melódica; el de la voz de los pregoneros, por su marcación codificada, primitiva, y, claro, el de la máquina de coser de mi madre repiqueteando en la noche.
¿Cuáles fueron sus primeros acercamientos al jazz?
Mi primer contacto lo tuve a mediados de los años 30. Tendría como once años cuando cualquier día, inesperadamente, Papaquing, mi bisabuelo materno, de paso por Barraquilla, sacó de su maleta varios discos que mi madre encantada puso a sonar en la victrola, entre ellos uno bacanísimo que ante mi preguntadera Papaquing me dijo que era un ragtime.
Un par de días más tarde, movido por la curiosidad, se lo silbé de punta a punta al padre Hidalgo, director del coro del colegio San José, y él sin titubear me dijo: “Eso, muchacho, y que ojalá no se te olvide, es un ragtime, puro jazz”.
Me quedé viendo un chispero, pero con el tiempo me enteraría de que el rag de los orígenes, gracias a sus múltiples variantes, su síncopa persistente, sus estribillos bien definidos y su riqueza de acordes, había sido el jazz con otro nombre. Claro que otra cosa hubiese sido si aquel día si mi bisabuelo hubiera traído a casa el disco de Nick La Rocca grabado en 1917, en el que, al frente de su gran orquesta, interpreta el dixieland y en cuya etiqueta apareció impresa por primera vez la palabra jazz.
![]() Durante la presidencia de Alfonso López Michelsen, Flores (centro) fue enviado como embajador de Colombia a Rumania. Aquí, junto al mandatario (der). Foto: Archivo particular |
¿Cómo fue su experiencia como diplomático (agregado cultural y cónsul en Rumania entre 1974 y 1978)?
Mi primer amigo en Rumania fue Rumanescu, el chofer de nuestra embajada, de quien fui padrino de matrimonio con la madre de sus hijos en estricta ceremonia del rito ortodoxo.
Él me habló sin arandelas sobre la vida y quehacer de los gitanos en Rumania, su música, bailes y cantos y, sobre todo, de su alegría en medio de tantas penalidades.
Una noche, alguien me comentó, así porque sí, que en un club de Mangalia, centro turístico cercano a Constanza, se realizaría un concierto de jazz en el que se presentarían el saxofonista Virgil Popovici y el famoso pianista Janci Kokossi.
Pero tuve que regresar de inmediato a Bucarest para enviarle al presidente López, como todos los meses, religiosamente y vía correo diplomático, su ración de pastillas de gerovital.
A propósito del gerovital, en el coctel que se le ofreció a la doctora Aslam con motivo de su viaje a Colombia, invitada por el presidente López, sin pensarlo tres veces le pregunté en plan de broma si en eso del gerovital ella se había inspirado en las andanzas del conquistador español Juan Ponce de León, buscando la fuente de la eterna juventud en las selvas de la Florida.
Sonrió y me dijo: “Cómo se le ocurre, me inspiré en Matusalén, el patriarca hebreo, longevo de nacimiento y quizá, quién sabe, la Biblia no lo dice, inventor de alguna clase de pastilla mata años. Brindemos por Matusalén”, me propuso, y levantó su copa. La recuerdo como a una persona capaz de disfrutar plenamente cualquier edad fuera del tiempo.
Háblenos de la novela ‘La crisis’, que publicó en Rumania.
Yo escribí esta novela en Guatemala. Se publicó por primera vez en Rumania bajo el título Criza. El doctor Pacurariu le entregó el manuscrito a Ruxandra Rucescu, políglota y traductora oficial de editora Universo, para que lo tradujese al rumano.
En un artículo en El Espectador, el crítico literario chileno Sergio García Garay, exdiplomático en Rumania y exiliado en ese país tras el golpe militar del general Pinochet, hace un análisis de La crisis bajo el título Tratado de la soledad y de la angustia, y comienza diciendo: “Las librerías de las principales ciudades de Rumania acaban de vender 10.000 ejemplares de la traducción al rumano de la novela La crisis, del escritor colombiano Carlos Flores Sierra. Para Flores Sierra, el trabajo de escritor no solo le sublima un instinto, sino que parece colocarlo en la situación de magistral ejecutante de una máquina de escribir que se vuelve instrumento musical para realizar la tarea de darle forma a un tema que requiere ser expresado en términos de una estética musical, es decir, matemática. El autor de La crisis toca máquina de escribir y la toca con maestría. La novela suena bien porque es armónica, tiene ritmo”.
A mi regreso a Barranquilla, el doctor José Consuegra Higgins, fundador de la Universidad Simón Bolívar, me publicó, en septiembre de 1980, como parte de la colección Universidad y Pueblo, 1.000 ejemplares de la novela en español, que en un par de semanas entregué sin costo a ciertos amigos, lo que logré con bastante éxito dadas mis relaciones con algunos medios culturales de la ciudad.
¿Su definición del jazz?
Repito aquí lo que en los últimos años he sostenido y difundido en mis conferencias y programas de radio y televisión: que si bien el jazz fue el nombre que se le asignó originalmente a un tipo de música de origen afroamericano que englobaba tanto el folclor religioso o profano como formas surgidas del repertorio de la música clásica y popular blanca, es hoy por hoy el nombre genérico de una serie de géneros musicales como el blues, el bebop, el free, el swing, la tercera corriente, el rock, entre otros desarrollados a lo largo de los últimos 100 años y bajo las más diversas circunstancias de tipo político, religioso y social por un sinnúmero de músicos, hombres y mujeres de distintas nacionalidades, razas, culturas y religiones.
¿Tres imprescindibles del jazz y por qué?
No considero imprescindible ningún tipo o corriente del jazz puesto que, en síntesis, cada composición e interpretación de cualquier tema cumple funciones muy específicas en su contenido temático y expresividad frente a las expectativas de quien lo escucha, lo disfruta o lo comparte.
Sin embargo, piezas como Strange Fruit, cantada por Billie Holiday; Body and Soul, interpretada por Coleman Hawkins, y A Love Supreme, por John Coltrane, entre otras muchas, podrán ser consideradas imprescindibles para quienes se identifican con sus propuestas en busca de refugio espiritual, evasiones, y añoranzas de tipo personal.
ALFONSO CARVAJAL
Especial para EL TIEMPO