Las memorias que han acompañado mi vida a través del olfato, las quiero compartir a través de esta historia:
De niña viví en una vieja casa de adobe y bareque y tejas de barro, en su interior los corredores eran amplios y largos, parecían no tener fin, adornados por las flores preferidas de mi abuela María de Jesús: begonias, novios, violetas, margaritas, rosas; recuerdo especialmente los lirios porque expedían ese aroma a casa, a familia, a pueblo; las habitaciones tenían los techos altos y unas vigas enormes, con ventanales en madera que daban a la calle y por las que se filtraban los olores domingueros: -día de mercado- a moras, ciruelas, manzanas, fresas, duraznos, peras, y también a cebollas, ajos, cilantro, papa, maíz y trigo, alimentos nativos de la zona y que eran transportados por los campesinos que bajaban al pueblo en mulas o carretas desde sus veredas y que desde la madrugaba nos despertaban por el ruido y el chillido de los animales; se mezclaban a su vez con olores a estiércol de vacas y cerdos que también traían para la venta en la plazuela ubicada frente a la casa.
Tomábamos los canastos luego del desayuno que generalmente era changua los días domingos, y nos íbamos con mi abuela hacia la plaza de mercado cercana a la vieja casa, ella solía escoger las frutas más maduras para preparar dulce con canela y azúcar, pero mi preferido fue siempre la jalea -dulce de guayaba-, ese aroma se quedó impregnado en mi nariz y en mi memoria con la imagen de ella.
Recuerdo que la cocina era muy grande con pisos de azulejos anaranjados, la estufa era de carbón con cuatro fogones y un horno donde la abuela horneaba las tortas; en las noches solíamos cerrar la puerta para mantener el calor y así protegernos del frio que bajaba hasta 5 o 6 grados, típico en la provincia cundiboyacense; el olor a leña y a brasa del carbón quemado penetraba nuestra ropa y nuestra piel; sobre la mesa reposaba una vasija de peltre verde con tapa para evitar que las moscas se deleitaran con la jalea, o que yo metiera el dedo una y otra vez cuando nadie me viera y terminara comiéndomelo todo, había también una banca de madera tan larga como la mesa, y cuyo fiel visitante era un gato que mi abuelo Luis bautizó con el nombre de “copito”, se llamaba así porque era tan blanco como un copo de algodón, y sus grandes ojos azules hacían resaltar su brillante y abundante pelaje. Nos reuníamos para tomar chocolate caliente y hablar de las cosas del día.
Mi abuelo nos contaba sobre las ventas en su almacén de productos agrícolas, la abuela hacia resumen de sus quehaceres y sus costuras, la tía “Ceci” quien era maestra, mencionaba algunas cosas de sus alumnos y el día agotador dictando clase en la escuela primaria, y yo hablaba de las tareas para el día siguiente y lo difícil que me resultaban las clases de matemáticas; mientras tanto, “copito” se enredaba en los pies de cada uno dejando sus huellas de pelos en nuestras medias de lana.
Allí vivíamos cinco personas: Mis abuelos, mi tía Cecilia, una señora campesina de la región que ayudaba en las tareas domésticas, y yo; además de copito, dos perros: cusumbo y toni, varias gallinas, ovejas, un loro, y unos canarios que permanecían enjaulados, hasta el día que decidí liberarlos so pena del castigo de la abuela, y un par de cerdos que ella criaba para el engorde y luego vendía para hacer lechona. Los demás miembros de la familia habían emigrado a la capital a buscar “un mejor futuro”.
La tía Cecilia que aún me acompaña, aún tiene el aroma a la vieja casa, su ropa conserva los olores de las habitaciones con los techos altos y las paredes de bareque. La tía “Ceci” como le decimos de cariño, era famosa en el pueblo por preparar las mejores “tortas de novia”, con la masa negra producto de la mezcla de harina, huevos, tintura de panela, mantequilla y azúcar; pero el secreto del sabor provenía de la conservación de las frutas en vino durante varios meses; aún puedo sentir su olor.
Son muchos los aromas y los recuerdos. Han pasado casi 40 años desde que dejé la casa, los abuelos ya no están, pero cada vez que llegan a mi nariz esos olores, vienen a mi memoria aquellos años de infancia en los que tenía que pelear con las gallinas para sacarles los huevos de su regazo, o agarrar con fuerza las patas de las ovejas para esquilarlas con mi abuela.
La vieja casa aún existe, el bisabuelo José Eusebio la construyó hace más de 100 años, y cada vez que la visito, los olores a la changua de los domingos, al carbón de la vieja estufa que fue reemplazada por una moderna, a chocolate caliente, a rosas y lirios, a jalea, a frutas conservadas en vino, a los árboles de ciruela, duraznos y peras, a gallinero, cerdos, ovejas, a toni, cusumbo y copito y a la colonia Old Spice que usaba mi abuelo, me transportan a los felices años de mi infancia.
Exposición de proyectos fotográficos realizados en 2022 bajo al temática «El olor de los recuerdos»
Mensajeros de Vida y Conservación se realiza en Guasca con el apoyo del Ministerio de Cultura Programa Nacional de Concertación