Con ojos de clavel, la flor de sus designios astrales, el maestro Nereo López despierta temprano, practica la roña costeña de apartar cobijas y volverse a cubrir hasta cuando son las 7 y 30 de la mañana. Un café, la ducha, desayuno de cereales, un vistazo informático al mundo y sobre las diez está abordando el metro para cumplir cualquier cita en la gran ciudad. Ahnuerza a las 3 y en la noche otra infusión y más trabajo. Y cada segundo martes de mes, con humildad de monje, asiste al círculo literario organizado por el colombiano Gabriel Jaime Rodríguez en el café Juan Valdez de la calle 57 con Lexington, en Manhattan.
Tal vez dolido de ingratitudes pero alegre, a mucho menos de una década de haber llegado otra vez a E.U., y muy cerca de cumplir 87, una tarde de sábado de principios de abril, aceptó refrescar sus vivencias. Unido a la Biblioteca Pública de New York, como su sala mayor al aire libre, el Bryant Park estaba colmado de visitantes de todas las lenguas y neoyorquinos felices que celebraban sin convocatorias previas la aparición del sol y los gestos de una primavera asustada este año por oscuros augurios.
Nereo llegó a la cita, menudo y enhiesto, de buen humor, y a pasos de adolescente, cabello y barbas blancas y en la mirada azul, inquieta y clara, que se distingue por encima de sus lentes. Trajeado de negro con chaqueta impermeable y boina en pana de poeta subversivo, tomó asiento alrededor de una mesa metálica con 3 puestos, próxima a la terraza principal del parque, y antes de cualquier protocolo disparó su primer flash. «Lejos, atracó en Cartagena, su puerto de llegada al mundo, bamboleándose de pariente en pariente entre los 5 y 11 años de edad, con sus padres muertos, y atrapado en un agudo complejo de orfandad que lo llevó a tomar decisiones intrépidas. Por algún reclamo de una de sus tías, una noche se fue a vivir en un bus de los tantos que aparcaban en la esquina del parque Joaquín F. Vélez, al frente del Corralón de Maineros, un bloque inmenso de apartamentos posiblemente presente en la memoria urbana de los cartageneros. A las 4 de la madrugada de todos los días se levantaba a tomar el baño de manguera con la que lavaban los autobuses y disipaba las horas siguientes entre labores del entorno. Le ayudaba al tío en un negocio de venta de licores frente al teatro Rialto en Calle Larga, y estudiaba ya bachillerato cuando participaba de los aquelarres de un grupo de muchachos que se reunían por pura amistad, llamado a sí mismo sin explicación que se recuerde los Mets, en el que militaba Manuel Zapata Olivella. La misma Cartagena que conmemoró todas las edades de Gabo y que no incluyó a Nereo, el fotógrafo que le dio a Colombia la crónica visual más completa de los días gloriosos del Nobel en Suecia a propósito de su premio, y que se convirtió en el libro De Aracataca a Estocolmo, editado por Colcultura en aquel memorable año de 1982.
En la licorería conoció a Miguel Arenas, gerente de la empresa Cine Colombia. Se ganó su aprecio y un día oyó que necesitaba un operador para la población de Berástegui y se ofreció a condición de que lo entrenaran. Los planes se aguaron porque a Arenas lo trasladaron de súbito a Barranquilla. Nereo insistió que lo llevara y semanas después, le comunicó que tenía un puesto de portero. «Se tiene que poner uniforme», le dijo, y Nereo reculó un poco, pensando que su estampa juvenil enfunda da en un traje ordinario de guardia lo haría víctima de las mofas de sus amigos y le afectaría sus incursiones amorosas. Se fue de portero de teatro, pero al mes estaba en el departamento de publicidad como encargado de recibir todo el material de promoción de películas proveniente de E.U. y distribuirlo en el país. Al poco tiempo ensayaba las películas, hasta 2 al día, y se graduó rápida mente como segundo operador. Había comenzado la Segunda Guerra, y Arenas creció al punto de llegar a construir el teatro Rialto de Barranquilla, en la Calle de las Vacas, para atenuar la nostalgia de su sala de Cartagena. Allí llegó el cuñado de Nereo a operar, cargo que esperaba ocupar él por antigüedad y méritos. Hizo el reclamo a su mentor. «No sea pendejo, usted es el administrador», le dijo, y así anduvo de teatro en teatro, por toda la costa, en calidad de supernumerario, levantando cada sala que se caía por falta de atención, y así se fue enamorando de las imágenes, a la par que estudiaba pintura por correspondencia y empezaba a recrearse en los prodigios de la fotografía, seducido por la curiosidad que le sembró un amigo que viajó a Panamá y le pidió que le guardara una cámara alemana Agfa 120 de fuelle. Visitó a su amigo Jimmy Scoper, donde revelaban materiales, le enseñó sus osadías y este le regaló un libro, Cómo hacer buena fotografta, y una fórmula de revelado, que practicó sin medida en su casa, peleando contra su peor enemigo, el sol.
De repente apareció en Barrancabermeja como gerente del teatro local y patrocinando un equipo de béisbol, su mayor pasión deportiva, y que pagaba con la plata que se ganaba como aficionado a la fotografía revelando rollos. No jugó por carencia relativa de dotes, pero disfrutó aquel período por el cariño de sus entusiastas jugadores. Una tarde, entre los sudores del puerto vio a Zapata Olivella descender de una canoa y se saludaron de entrada como Mets. Se alojó en su apartamento, que servía además de depósito de películas, agotaron noches de cuentos, recordando las habilidades de Nereo bailando mambo y haciéndose preguntas acerca del destino de antiguas novias, hasta que Zapata Olivella avizoró de reojo una imagen aletargada en una esquina del escritorio y exclamó: «¿De quién es esa foto?» Era una del muelle con una manguera extendida que parecía una serpiente. «Muéstrame más» y le dijo que se las diera para lle árselas a Gabriel Trillas, de Cromos, quien preguntó: «¿Y este monstruo dónde está? Di le que mande lo que tenga». Fue el comienzo de su oficio y el aprendizaje inicial en la reportería gráfica.
Se hizo corresponsal de El Espectador, vino a New York al verano de 1952 y regresó a Barranquilla como reportero gráfico del mismo diario, y cuando lo cerraron, se vinculó a EL TIEMPO. Llegó a Bogotá como jefe de fotografía de Cromos, en 1957, ocho días antes de la caída de Rojas Pinilla y logró un reportaje inigualable con una Rollie Flex 6X6. Inquieto con los rumores de golpe, empezó a tomar fotos en la oscuridad de las cercanías de Palacio y logró captar la agitación de la madrugada. Los rollos se los iba entregando a su asistente Sevillita y en medio de las refriegas del día un soldado le quitó la cámara, le asestó un culatazo y se lo llevaron a la permanente de policía. Salió sin cámara y con el último rollo destruido, pero la revista se agotó con la revelación gráfica pormenorizada del acontecimiento, que ocupó ocho páginas interiores y toda la portada. Su vida en Cromos duró un año. Se puso a estudiar arte gráfico y organizó una agencia de noticias con información para Paris Match y Life, entre otras publicaciones. Entre tanto, le daba la vuelta a Colombia una vez cada año durante los seis que estuvo con 0’Cruceiro hasta que se acabó. Pero no dejó de hacerlo en las siguientes tres décadas, aunque con menos regularidad.
Bajo la iniciativa de Jaime Paredes Pardo y Eduardo Mendoza Varela aparecieron títulos ilustrados con sus fotografías: Los oficios infantiles; Colombia, figura y estampa, según él horrorosamente impreso; Maravillosas Colombia, Ecuador y Venezuela, un tomo por país; El gran libro de Colombia, en fascículos, del Círculo de Lectores, y textos de Paredes Pardo inspirados por sus fotos; Los que esperan y su imagen; Homenaje nacional de fotografía, bajo la dirección de Ramiro Osorio como primer ministro de Cultura, y Colombia qué linda eres, editado por Educa. Lo tristemente célebre de estas publicaciones es que, salvo un par, los demás no pagaron regalías ni derechos de autor. El cuento del amor al arte.
A principios de 1987 montó en Bogotá una escuela, Nereo Centro de Enseñanza y Cultura Fotográfica, en una casa sobre la avenida 39 con calle 16 en Palermo. Le fue muy bien durante 10 años. Hacía exposiciones didácticas por lo menos cada 2 meses en la galería que acondicionó. Pero fracasó al final porque sus alumnos no querían otro profesor que no fuera él. Enterada de su ruinosa situación, una amiga de New York le escribió ofreciéndole el boleto y un lugar de llegada. Visitó galerías, dio vueltas, exploró, volvió a Colombia, y regresó hace siete años quizá para volver a nacer. «New York es la capital donde todo el mundo viene a lo mismo. Y en esa lucha estoy», dice, como si casi un siglo de su vida no existiera.
Le gusta porque siente que vibra. Está creando, bastante distante de comodidades. Vive solo en alquiler en un cuarto de una casa de familia en Richmond Hill en cercanías del aeropuerto Kennedy, y desde los seis metros cuadrados que le corresponden desarrolla su pasión por el estudio de la imagen digital. Ahora está aplicado a la transfografía, descomponiendo fotos suyas y haciendo con sus elementos otros contenidos, para lo cual utiliza técnicas viejas de fotografía. «El computador no crea, ayuda», expresa, para resaltar la supremacía del ingenio. En noviembre fue invitado a Harvard a dictar una conferencia, El Caribe Colombiano, y terminó dictando tres, incluida una para colombianos melancólicos a indocumentados que lloraron con sus memorias.
Noctámbulo, disciplinado, contador de chistes, académico de su profesión, hasta ahora se está dando cuenta de todo lo que ha hecho. Es como si la ciudad que escucha el parloteo de al menos 142 idiomas le hablara de su nueva juventud. «Todo lo que te gusta está aquí». Está tocando puertas con la ilusión de vender copias de su inmensa obra gráfica concebida en más de 50 años de bagaje profesional y artístico. A veces, nostálgico, siente la falta de dinero. Ofreciendo su trabajo, se contactó con Lart, fundación hispana que promueve a artistas como él. A su organización pertenece la editorial La Campana, con la cual se configuró un contrato para publicar un libro de fotografias de archivo que debe conocer la luz pública este mes o el próximo. El prólogo está a cargo de Santiago Mutis y el trabajo contempla unas 300 fotografías de los años 50 a los 70, la edición de 52 vintage de ellas en formato horizontal de 8 x 11 y un calendario adicional de 12 fotografías más.
Quiere conquistar New York y el libro es un principio, después de 7 años de soledades y durezas. Admite que se deprime de vez en cuando, pero se repone pronto. No quiere morirse porque apenas empieza a saber lo que ha hecho y quiere romper la indiferencia a punta de creación. Lo conmueve el momento, pero entre miles de personajes anónimos y paisajes que registran toda una época de Colombia y el mundo, en su memoria fotográfica viven dos niñas peruanas que vienen por el camino estrecho de un pueblo llamado Pisac, cerca de Cuzco, y una de ellas invade el paisaje con una risa exuberante. Otra es una criatura boyacense de tristeza estremecedora, recostada en un bulto de papas. Cuando es tuvo en Checoslovaquia, los organizadores de la ex posición le sugirieron no colgarla para evitarles traumas a los niños que iban a visitar la muestra. «Somos generación de la guerra y no queremos deprimir a nuestros niños». Es cierto que no le cabe en su cuerpo una medalla más. «El Estado me ha dado todas las cruces y si me las pongo voy a parecer un cementerio ambulante». Es verdad que jamás se ha dejado llevar por el estómago. Asevera no ser buen lector de ficciones y no haber leído más de cuatro libros completos de literatura. «Que no sepa leer no quiere decir que no sepa escribir o mirar. Mi lenguaje es otro». Pero también es cierto que le ha entregado más de medio siglo a retratar a Colombia con la sabiduría de un ser correcto que ama su oficio y a su pueblo. Eran las 6.30 de la tarde y bajo el sol primaveral de New York, Nereo se despidió s bre la avenida sexta con 40th Street en dirección a una estación del metro. Tomado del suplemento del periódico El Tiempo, 11 de agosto de 2007.
«Sigo tomando fotos, así no tenga cámara» por Claudia Sandoval Gómez A los 90 años, Nereo López Meza ya no tiene que demostrarle nada a nadie. Habiendo creado durante décadas lo que muchos consideran la historia visual de Colombia, el venerado fotógrafo disfruta de una vida tranquila en Nueva York, armando todavía historias con las imágenes que capturó durante varios recorridos por el país, cuando no le pesaba el equipo de fotografía. Estas mismas fotografías siguen generándole reconocimientos alrededor del mundo.
El más reciente le fue otorgado por el Queens Council of the Arts, un grupo sin ánimo de lucro que promueve el arte dentro del condado de Queens, en Nueva York, y el cual la semana pasada lo incluyó dentro de un grupo de tres artistas homenajeados durante su gala anual.
El nombre de López resonó dentro del comité encargado de elegir a los galardonados luego que algunas de sus fotografías fueran incluidas en febrero en la exhibiciónViendo rojo de la Galería Crossing Art, ubicada en Flushing, uno de los enclaves chinos y coreanos de Nueva York.
«La gente cree que sólo nos enfocamos en artistas asiáticos, pero lo cierto es que buscamos artistas reconocidos de países en desarrollo y les ofrecemos una plataforma acá», dijo Catherine Lee, directora de la galería y quien recomendó a López al Queens Council. Para el maestro López, este tipo de reconocimiento le ofrece la oportunidad de seguir vigente a pesar de que ya no toma fotografías en plan profesional. «No me atrevo por una razón: yo ya no puedo con un equipo pesado», dice López con su inconfundible acento cartagenero y cuya memoria tal vez confunde un poco los años, pero mantiene intacta cada anécdota.
Sus años de reportero gráfico para revistas como Life, París Match, O Cruzeiro y Cromos le dejaron cientos de imágenes que sigue exponiendo y con las que no ha parado de armar historias.
«Tengo una ya casi lista. Se llama Viaje a la nostalgia; es sobre cómo se viajaba a fines de los años 40 por el río Magdalena. Empieza con fotos tomadas en La Dorada (Caldas)». Otro proyecto de López es Una canoa para la vida, «la historia de la canoa desde que la bajan de la montaña hasta que muere en el mar», dice. Pero a pesar del valor histórico que seguramente tienen estas imágenes, López dice que aún no ha encontrado quién financie los libros.
Esa lucha por encontrar apoyo económico marcó los últimos años que pasó en Colombia. «Nereo era muy conocido, pero eso sólo no me producía para comer… Es triste decirlo, pero yo ya era considerado muy viejo».
En 2000 fue receptor de la Orden de Boyacá, el máximos galardón en Colombia a ciudadanos que han servido al país.
Tras un descalabro económico con una escuela de fotografía en Bogotá, a fines de los 90, el maestro fue invitado a Nueva York por una amiga y su esposo. «Lo primero que hice fue recorrerme todas las galerías de la ciudad y me di cuenta que había espacio para mí». Hace ocho años recibió la ciudadanía y hoy vive en Richmond Hill, un barrio de Queens, del subsidio que le da el Gobierno por su edad, de lo que le envía su hija y de vender esporádicamente fotos. No recibe ningún tipo de regalías por sus trabajos en Colombia.
«No vivo mal y lo que necesito es tranquilidad», dice. A sus años, López no tiene ningún impedimento físico más allá de los achaques normales. El día anterior a su entrevista con EL TIEMPO visitó al oftalmólogo para un examen de rutina y tuvo que convencerlo de que efectivamente tenía la edad que decía en su tarjeta de seguro.
Los reconocimientos no paran. En julio viajará a Madrid, donde existe la posibilidad de exponer algunos de sus trabajos y Lee, de Crossing Art, explora la idea de llevar a Nereo a la Expo 2010, la , Feria Mundial que se inauguró en Shanghai el primero de mayo y que se extenderá hasta el 31 de octubre.
Entre tanto, López sigue recorriendo a Nueva York en busca del alma visual de cada instante. «Creo que todavía tengo entrenado el ojo para eso; incluso hoy sigo tomando fotografías, aunque no lleve cámara».
Seducido por la era digital López había decidido retirarse de la fotografía, pero se dejó seducir por la plataforma digital. «La digitalización me ha hecho amar nuevamente la fotografía y volver a armar historias». La más reciente fue en Willets Point, un sector de Queens conocido por sus destartalados desguazaderos y talleres de mecánica que bien podría estar en Nueva Delhi o en Bogotá. El reportaje gráfico de Nereo ilustra un libro sobre este sector. Tomado del periódico El Tiempo, 18 de mayo de 2010 Su plan de conquistar a Nueva York Todos los días recorre las calles, el metro y sus estaciones, para buscar una imagen distinta de la Nueva York arrolladora en que vive hace diez años, cuando se fue de Colombia con la frustración de no haber podido recoger la cosecha de su trabajo como fotógrafo. Así que resolvió reinventarse y trazarse un plan de conquista en Estados Unidos que, apenas ahora, cuando se acerca a los 90 años, empieza a dar sus frutos.
«Estuve a punto de suicidarme por un fracaso total que tuve en Colombia: nunca supe administrarme, nunca encontré quién me representara, por eso, decidí venir a Nueva York a mirar si cabía en las galerías con mi trabajo», dice Nereo López, con una tierna sonrisa y ese dejo costeño que aún tiene bien marcado. Su lucha ha sido diaria y empezó con el idioma. Vive, con estrecheces, de la venta de sus fotografías y de un dinero que le envía su hija Liza Mercedes que es anestesióloga en Barranquilla. Pero ahora tiene la ilusión de un libro que publicará en las próximas semanas y que será totalmente en inglés. No ha definido el título, pero la combinación es perfecta para augurarle un éxito total: cien páginas, fotos en blanco y negro de tres épocas distintas de Gabriel García Márquez, y la narrativa de Gonzalo Arango.
Con alguna frecuencia dicta charlas sobre el Caribe colombiano y las sustenta con 82 fotografías que reflejan la Colombia que va desde el Urabá hasta la Guajira. Siempre aclara ante su auditorio, que por cierto es muy concurrido, que esa conferencia no es un tour turístico ni una clase de geografía, sino las experiencias en retratos de sus innumerables viajes a la Costa Atlántica. La primera vez que se presentó fue en Harvard, pero también ha estado en Oneonta University y Lehman College. También tiene una sección en un periódico especializado en libros que se llama Photos from my Knee (Fotos desde mi rodilla). Y ahí, con la idea de mostrar otra perspectiva de la ciudad, publica imágenes que hace con su cámara puesta en su rodilla.
El mismo describe su nuevo trabajo como «la evolución de Nereo», que se ha dedicado a reinventarse para abrirse espacio en esta urbe en donde la competencia es con gente joven. Ahora mismo está organizando una nueva serie de imágenes para mostrarlas en una galería de Sojo, tal vez una de las más especializadas. Manipula la foto, le pone colores y la convierte en lo que se llama una transfografia.
«Yo vine a despertar en Nueva York -dice-, estoy evolucionando: saqué un calendario con una selección espectacular de mis fotografías, también estoy tratando de sacar otro libro con la editorial Campana, pero, por falta de presupuesto, no se ha terminado de imprimir; se llamaNereo en su época». Es difícil no recordar a Nereo López por la historia que hay detrás de su lente. Fue el fotógrafo oficial en Estocolmo en 1982 cuando Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura. En sus inicios, visitó la llamada Cueva, cuando era el corresponsal del diario El Espectador en Barranquilla, y compartió con Alejandro Obregón y varios de sus celebres contertulios. Es amigo personal del maestro Rafael Escalona y hace sólo tres meses estuvo con él y le tomó fotografías realizando su nueva afición, la pintura. Pero hoy en día, la vida de este costeño de casi 90 años transcurre así en Nueva York. Su ojo experto lucha contra la velocidad del tiempo porque está empeñado en disfrutar de su éxito, antes de que le pase lo que a los grandes, que no logran su reconocimiento envida. Tomado de la Revista Jet-Set No.147, 18 de junio de 2008.
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Me siento absolutamente honrado al haber contado con la presencia del maestro Nereo Lopez en mi primer solo internacional alegórico a nuestra hermosa etnia Wayuu en lienzos en la ciudad de Nueva York. Que orgullo para mi y para Latinoamerica, especialmente Colombia, tenerlo con nosotros.